miércoles, 7 de abril de 2010

Un lugar, una palabra

«Vamos a promover proyectos que nos lleven a la mejor sociedad que un individuo puede imaginar». Como Turino, los políticos son más bien expertos en vender humo. El poder no está en la persona, ni siquiera en el partido de turno. Lo que vale es la palabra. Palabras que no dicen nada y que sólo sirven a los ya convencidos de un discurso que bien podría trasladarse a cualquier tiempo y lugar, porque los no convencidos desearán ver hechos y los contrarios escucharán al de enfrente, que dice exactamente lo mismo, pero en él suena mucho mejor. Por eso el discurso se basa en palabras como proyecto, confianza, capacidad, crecimiento, sociedad, bienestar y demás abstractos.

«No sé cómo eres capaz de decirme eso cuando sabes muy bien que yo estoy peor».La fuerza de la palabra utilizada salta a primera línea cuando lo que ocurre es una discusión. Palabras que van al tú, a la acción personal. Tampoco hay contenido, pero es importante la profusión de consonantes fuertes en cada sonido que sale de la boca del individuo. Y a falta de eso y mejores dotes retóricas, se cae en el insulto, que también es muy sonoro.

A un amigo no se le habla ni en abstracto ni en insulto. Será el mensaje más sencillo de captar, porque al amigo no hay que arengarle ni –mucho menos– insultarle. Hay que transmitirle algo de la forma más simple que sea posible. «Pues fui el otro día al mecánico y me dijo que la historia está en la tapa del delco». El escuchante –este no es sólo oyente de un líder casi supremo– entiende rápidamente lo que su emisor quiere comunicarle, salvo las ayudas en el lenguaje técnico que pueda requerir.

Cada situación tiene su lenguaje. Y cada palabra tiene una misión. Por eso vale con oír palabras sueltas sin sentido entre sí para entender en qué situación se producen, más allá de pretender entender el objetivo del mensaje como un todo.

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